Un venado en la avenida (primera parte)

La hembra que cargaba a sus crías fue la primera en sentir el olor de los que caminan erguidos. Se estaban acercando. Emprendieron la carrera, pero el miedo del macho al zumbido de los brazos metálicos que tumbaban el monte le hizo olvidar la oquedad en la tierra que habían procurado evitar cuando llegaron a aquel claro. Por esa misma boca de piedra fue por donde él cayó profundo, allí donde nacía una noche en medio del día…

Se levantó casi inmediatamente. Desorientado, mareado, nervioso. Lo primero que notó fue que su cornamenta izquierda se había quebrado con las piedras. Allí estaba, en el suelo, separada de su cabeza, rota, ahora junto a sus pezuñas, rota, manchada de tierra, rota.

Bramó de orgullo, de dolor, de coraje. Bramó.

Arriba, como si el amor existiera a pesar del instinto, la hembra, al pie de la entrada a la gruta, le respondió de tristeza. Más allá, un cielo negro anunciaba lluvia. A eso olía el viento, y ella, la misma hembra que cargaba a sus crías, allí estaba, resistiendo al instinto o inventando el amor. Volvió a bramarle: exigía su presencia, la protección de sus cuernos mortales, continuar la huida.

Fue hasta entonces cuando aquel macho intentó trepar hacia la superficie. Intentó levantarse, pero la pata trasera, la derecha, estaba ensangrentada, doblada como una ramita. Ni siquiera pudo volver a mirar a la hembra. La mirada se le llenó de sombras. Todo se hizo oscuro…
*
Lo despertó el aguacero que le inundaba el rostro. Se sacudió el exceso de agua y se arrastró al techo de piedra donde sólo goteaba. Otra vez la pierna quebrada lo dobló de dolor, pero alcanzó a recostarse lentamente. Acercó el hocico y comenzó a lamerse. Una mancha de sangre pegada al pelaje comenzaba a disolverse con el agua. Bramó esperando la respuesta de la hembra allá arriba, pero era inútil. Ni siquiera alcanzaba a mirar desde allí la entrada de la gruta.

Bramó otra vez para sí, por sentirse vivo, por gritarse esperanza, por alejar el miedo. Sin embargo, ni siquiera podía escuchar su propia voz.
Todo se lo tragaba el aguacero, todo lo inundaba…
*
Aquella piedra raspaba su lengua, pero el fresco sabor del musgo compensaba el acto. Un sol intenso que entraba por la boca de la gruta secaba los charcos en el suelo. Por primera vez desde la caída, escuchó el canto de los pájaros que anunciaban días de calor y noches sin luna.

Sabía que bramaría de dolor si intentaba mover la pierna, pero se animó a desplazarse levantando la pata con cuidado, lentamente. Fue dando saltitos hasta donde la luz pegaba. Se recostó, sintió el sol secando su pelaje húmedo y cerró los ojos para seguir escuchando lo que las aves tuvieran que cantar.

Imaginó a sus crías pisando la tierra húmeda y a su hembra lamiéndolos para limpiarlos. La recordó al pie de la gruta, exigiendo su huida, la protección de su cornamenta, inventándose algo parecido a lo que llamamos felicidad.

También recostó la cabeza. Justo cuando empezaba a dormirse, un temblor sacudió la tierra. Sonaron mil avispas y después la raíz de un árbol desprenderse de la tierra. Otra vez escuchó el zumbido de los brazos metálicos. Golpes en la tierra, como las cabezas de 100 ciervos golpeándose contra las piedras.

Ni siquiera supo en qué momento había regresado a la oscuridad de la cueva donde todo seguía húmedo. Se conformó el resto de la tarde con mirar cómo la luz en la boca de la gruta se iba apagando, mientras hundía la cabeza entre las patas delanteras para intentar acallar aquel escándalo que hacía temblar el techo de la caverna.

En la noche todo acabó, pero ya no podía escuchar lo que los pájaros de la noche hubiesen podido decirle.

Por Alejandro Fitzmaurice

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