Wes Anderson sigue siendo Wes Anderson

Creo que no hay un cineasta contemporáneo con un estilo tan marcado como Wes Anderson. Visualmente, sus películas son suyas y de nadie más (con la excepción de sus frecuentes directores de fotografía Robert Yeoman y Tristan Oliver, supongo). “Isla de Perros” es su octava película como director, segunda película de stop-motion y, pues, Wes Anderson sigue siendo Wes Anderson.

Un macabro político exilia a todos los perros a una isla de basura. Su protegido, un niño de 12 años, se aventura en avioneta para recuperar a su mejor amigo. Otros cinco perros se unen a su causa. Aparte de unas cuantas desviaciones, “Isla de Perros” es todo lo que esperarías de una película de Wes Anderson –y eso no es algo malo–.

Podría escribir páginas y páginas regurgitando los adjetivos de siempre para describir el cine de Wes. Mejor lo hago en un párrafo: curioso, creativo, imaginativo, meticuloso, peculiar, esotérico, pretencioso, pintoresco, poético, raro, etcétera, etcétera, etcétera. Si ya vieron “El Fantástico Sr. Zorro” o “El Gran Hotel Budapest”, ya saben qué esperar. Si les gustaron, les va a gustar ésta. Si les parecieron demasiado empalagosas, lo mismo. Si no han visto ninguna, envidio su oportunidad de descubrirlo por primera vez.

Describir las peculiaridades visuales y de caracterización de Anderson es suficiente para llenar una reseña. Muchos críticos podrían “copiapegar” sus artículos sobre Sr. Zorro, cambiar el nombre de la película y la descripción de la trama, y republicarlos para “Isla de Perros”. No voy a hacer eso. Mejor hablemos de cómo Wes Anderson juega con sus wesandersonismos en esta entrega.

Para empezar, “Isla de Perros” es su primera verdadera aventura. Las historias del cineasta tienden ser más personales y dramáticas. Sí, titubean a grandes hazañas, pero eso es porque sus personajes las persiguen para hacer sentido de su vida. Los protagonistas de Anderson siempre han buscado aventura – en “Isla de Perros”, la aventura los encuentra a ellos.

Ya sea “La Vida Acuática con Steve Zissou”, “Moonrise Kingdom” o “Viaje a Darjeeling”, los protagonistas emocionalmente reprimidos se lanzan a la aventura y buscan peripecias porque necesitan algo que les haga sentir vivos. En “Isla de Perros” es el opresivo contexto de los personajes, un estímulo externo, lo que les obliga a actuar.

Wes siempre ha tenido una fijación –por no decir fetiche– por otras culturas como herramienta de introspección. Lo que Edward Said (críticamente) llamaría orientalismo. Sus protagonistas caucásicos se remojan en otredad cultural para explorar la otredad dentro de sí mismos. Si es apropiación o apreciación es un debate para otro día. El punto es que “Isla de Perros” lo lleva a su máxima expresión.

Todavía no termino de comprender cuál es el propósito ulterior de situar la película en Japón, o si hay uno en primer lugar. Parece ser puramente con intenciones estéticas. Tal vez es para encuadrar la historia en una tierra lejana, mística y desconocida. Como sea, “Isla de Perros” no tiene al usual chico blanco buscando sabiduría fuera de occidente; en cambio, tantea un poco hacia un complejo de salvador blanco (pero eso ya es otra caja de Pandora).

Hay una delgada línea entre tener un estilo idiosincrásico y hacer siempre lo mismo. Es la que separa “¡Otra película de Quentin Tarantino!” de “otra película de Zack Snyder” (Woody Allen, como en muchas otras cosas, existe en ambas categorías y en ninguna). Retando, saturando y en momentos parodiando sus modos y formas, “Isla de Perros” reivindica a Wes Anderson del lado correcto.

Por Gerardo Novelo
gerardonovelog@gmail.com

* Estudiante de Comunicación. Pasa mucho tiempo pensando en cocos y golondrinas.

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